Tres juguetes al año

En Cuba, sólo podíamos comprar tres juguetes al año. Eran juguetes que venían de países grandes, como Rusia y China. Eran juguetes pequeñitos como matriuskitas y palitos chinos.

Los juguetes sólo estaban disponibles durante seis días. El gobierno sorteaba números que indicaban cuál de esos seis días podías ir a comprar tus juguetes.

Cada año, mi madre iba a buscar sus numeritos de la suerte. Pero tenía tan mala suerte, que siempre le tocaban números altos para el sexto día, que era el último. Las tiendas recibían a filas interminables de niños, acompañados de sus padres. Los que tenían la suerte de comprar el primer día por la mañana, salían abrazando sus muñequitas rusas, sus juegos de tacitas polacas, sus carritos húngaros, sus payasitos pekineses… Pero a medida que pasaban las horas y los días, los niños iban saliendo con carritos defectuosos y con soldaditos de plomo, y para el sexto día, los niños pegaban la nariz en las vidrieras para ver qué quedaba. Y entre todas esas narices pegadas a las vidrieras, estaba siempre la mía.

“Ya verás que dentro de la tienda encontramos algo bonito para ti, no todo lo que hay en las vidrieras es lo que hay allá dentro”, me consolaba mi madre.

Pero cuando finalmente entraba, me daba cuenta de que ni siquiera quedaba todo lo que estaba expuesto en las vidrieras. Mi madre no perdía la ilusión de comprarme esos tres únicos juguetes con los que jugaría durante los 365 días del año. Nunca alcancé una muñeca. En su lugar, opté por arcos y flechas, pelotas inflables y algún otro juguete de varón que yo rápidamente adornaba con flores y lacitos.