La otra “yo”

¿Quién soy? ¿Y por qué me lo preguntan a mí? ¿Quién soy yo para saberlo? Si me ven de frente y no lo saben, ¿cómo creen que yo, que no me veo, voy a saberlo?

Quizás soy lo que me quiero creer que soy, o lo que yo quiero que otros piensen de mí, o lo que otros piensan de mí aunque yo simule, aparente o me esconda. En fin, que no tengo idea de quién diablos soy yo. Pero sí sé que me parezco a ti.

Mi definición de mí es tan torpe y limitada como la que ha hecho la gente que dice que me conoce bien. Si misterio hay, son mis libros los que pueden ofrecer algunas pistas. En particular, “Al otro lado”, que fue una especie de exorcismo, catarsis y anagnórisis al mismo tiempo.

Voy a contarles la historia que tal vez ilustre mi deseo de ser yo, siendo la yo que deseo…

Un día desaparecí de mi casa. Me buscaron por todas partes, por todo el barrio. Me llamaron a grito pelado. Le avisaron a la policía, a los bomberos, a los vecinos, a la presidenta del comité de defensa de la revolución, a la presidenta de la federación de mujeres cubanas, a los veteranos de la guerra, a los contingentes de trabajadores voluntarios, a las Hermanas de la Caridad, a los testigos de Jehová, al bodeguero y al pescadero, a Masantín el torero.

“Yani, Yani”, me llamaba mi abuela Carmen. “Yaaaani, YAAAANI”, me llamaba mi madre. “¡Yanitzia Canetti!”, me llamaba mi padre. Pero ni rastro de mí.

El sol se cansó de estar en el cielo, se fue a acostar y se tapó la cara con una ola del malecón.

Mi madre se echó a llorar desesperada creyendo que a su hija se la había tragado la tierra o algo peor, que se la había tragado algún degerado por ahí.

De pronto sintió un pie desnudo debajo de la mesa del comedor. ¡Era la niña! ¡Sí, era yo! “¡La niña apareció! ¿Estás bien, Yani? ¡Alexis, Carmen, vengan, la niña está debajo de la mesa! ¿Qué tiempo llevas allá abajo? ¿Por qué no respondías, niña del demonio? ¿No escuchaste que estábamos todos como locos creyendo que te había pasado algo malo?”.

Pero yo permanecía debajo de la mesa. Inmutable. Sin responder. Y, por supuesto, sin llorar. “Yo soy Cenicienta”, les dije a modo de larga explicación. “Perdí un zapato de cristal”, fue todo lo que añadí, compasiva ante tanta insistencia.

Me llevaron de inmediato al psicólogo, que es la persona que cura “el mal de la exageración y del colmo”. El psicólogo dijo que la cosa no era tan grave, que para remediarlo, me trataran como Cenicienta a partir de aquel momento y asunto arreglado.

Al día siguiente, volví a desaparecer. “Cenicienta, Cenicienta”, me llamaba mi abuela Carmen. ”¡Cenicieeenta, CENICIEEENTA!, me llamaba mi madre. “¡Cenicienta Canetti!”, me llamaba mi padre. Pero ni rastro de mí.

Me encontraron al poco rato, metida debajo de la cama, jurando que aquello no era una cama, sino una choza y que yo era Blancanieves.

—¿Pero no dijiste que eras Cenicienta? —me regañó mi abuela Carmen.

—Eso fue hace una semana —dije con voz de princesa de Disney—. Hoy soy Blancanieves.

(Anécdota que forma parte del cuento Un cuento triste con final feliz, de la antología “Por el libro”, publicado por la editorial Everest, España, 2008)