Metidas de pata

No puedo recordar cuántas y cuáles son las metidas de pata. ¡Son muchas!

He espantado a pretendientes que han estado a punto de besarme por algo horrible que les dije justo antes.

He malogrado momentos sublimes de intimidad. He echado a perder los mejores chistes. He asustado sin querer a religiosos, hombres fieles, señoras caritativas y al mismísimo Dios en camiseta. He logrado que alguien que me consideraba un portento de decencia y candidez, niña de su casa, crecida al amparo de una abuela, se haga toda clase de ideas acerca de mi mente perversa por algo ingenuo que dije.

Pero de todas las metidas de pata, las más comunes son aquellas en las que hablo con desenfado de lo que pienso, sin imaginar qué o a quién afecto. Aprovecho ahora para pedir disculpas por las metidas de patas pasadas y me disculpo de antemano por las futuras.

Recuerdo una vez, cuando comencé a estar internada en la Escuela Vocacional V. I. Lenin, que yo quería ver a mis padres, separados de mi vista por un muro altísimo. Tenía 12 años y era la primera vez que me separaba de mis padres. Comenzaría a verlos, desde entonces, una vez a la semana.

Como niña que teme quedarse huérfana, intenté escapar por alguna puerta, verlos por alguna rendija, despedirme “por última vez” antes de tomar el autobús que me llevaría al internado. Pero un señor de pantalón rojo y malas pulgas, me impidió hacerlo: “Oye, niña, pórtate bien, que ahora ya no tienes a tus papás para que te defiendan. La Revolución no necesita a gente blandengue, así que endurécete de una vez y regresa a tu fila”.

Me aterré y busqué en la fila de niños, alguna cara compasiva y solidaria. Una chica de 17 años y expresión confiada se prestó para conversar sobre el monograma rojo que tenía cosido en el hombro de su uniforme escolar. Estaba descolorido, prueba de que ella ya era una veterana del internado, una tipa dura de verdad, casi mujer, la voz de la experiencia… ¡justo lo que yo necesitaba!