Mi casa, mi ciudad

En La Habana, en el barrio de La Víbora, había una casa enorme de finales de siglo XIX, que alguna vez tuvo salones de baile, cuartos secretos, escaleras
de caracol, techos de puntal muy alto bordados con senefas, un portal con jazmines, lirios y bungavilias y un patio con par de matas de mango que eran una maravilla.

La Víbora fue alguna vez un barrio aristocrático donde las casonas señoriales, cada una con su estilo, competían a ver cuál tenía el portal más acogedor o el patio más hermoso, unos con fuentes, otros con bancas de mármol, otros con caminitos de flores, otros con columnas griegas. Este es el escenario de mi infancia.

Luego, me mudé para El Vedado, a un apartamento pequeño en un edificio art deco algo extraño. Las ventanas eran desproporcionadamente grandes y al fondo, quedaba el mar.

La Habana, como toda Cuba, seduce por su brisa salada, su sol exagerado, su gente atrevida y su arquitectura promiscua. Quizás la estampa que más se queda en el viajero es esa larga terraza que da al mar, el famoso malecón, donde alguna vez todos los habaneros besaron a alguien bajo la complicidad celestina de las olas.

La Habana es, así se caiga a pedazos, la ciudad más entrañable y bella del mundo.