37 veces

Si me gusta una música, no me aburro de escucharla. Si me gusta un libro, no me canso de leerlo. Puedo asimilar cantidades industriales de helado de chocolate. Y si me gusta una película, ¡puedo verla los 365 días del año!, para no exagerar. Esto último se agrava cuando en la película hay un personaje que me gusta. Y se agrava aún más si ese personaje fue visto a los seis años de edad.

Era una película neozelandesa, era un rubito pecoso y con dientes de conejo. ¡Lo más parecido a un príncipe azul!

Quedé tan «enamorada» de aquel chico que obligué a mis padres a ver la película 37 veces, contadas. Aquel amor platónico me duró casi toda la infancia.

Le envié varias cartas en cuyos sobres escribía: «Señor cartero, no me sé la dirección pero llévela a Nueva Zelandia, a la casa de Andrew Kerr, el de la película «Chiquitos, pero peligrosos». Tiempo después descubrí —¡qué decepción!— que mis padres jamás habían echado mis cartas al correo. Y hoy las conservo porque aún pienso que se las puedo hacer llegar. La película original se llamaba Rangi’s Catch, (Michael Forlong, 1973).