
11 Ago 37 veces
Si me gusta una música, no me aburro de escucharla. Si me gusta un libro, no me canso de leerlo. Puedo asimilar cantidades industriales de helado de chocolate. Y si me gusta una película, ¡puedo verla los 365 días del año!, para no exagerar. Esto último se agrava cuando en la película hay un personaje que me gusta. Y se agrava aún más si ese personaje fue visto a los seis años de edad.
Era una película neozelandesa, era un rubito pecoso y con dientes de conejo. ¡Lo más parecido a un príncipe azul!
Quedé tan «enamorada» de aquel chico que obligué a mis padres a ver la película 37 veces, contadas. Aquel amor platónico me duró casi toda la infancia.
Le envié varias cartas en cuyos sobres escribía: «Señor cartero, no me sé la dirección pero llévela a Nueva Zelandia, a la casa de Andrew Kerr, el de la película «Chiquitos, pero peligrosos». Tiempo después descubrí —¡qué decepción!— que mis padres jamás habían echado mis cartas al correo. Y hoy las conservo porque aún pienso que se las puedo hacer llegar. La película original se llamaba Rangi’s Catch, (Michael Forlong, 1973).