Cuentan que era racista

Lo primero es aclarar que no, que no lo era, que no lo soy. ¿Cómo podría serlo con tanta sangre mezclada en mi sangre? Pero cierta vez llamaron a mi madre del círculo infantil al que yo iba de niña y le dijeron: «Sepa, compañera, que su hija presenta graves problemas de racismo». Eso, dicho con aquel tono, en un país socialista, sonaba a «pena capital». Mi madre se desconcertó un poco y optó por un método didáctico para erradicar mi «resago del pasado» (como solía llamarle la propaganda socialista a cuanto pecadillo capitalista habíamos heredado).

Resulta que aquel rollo se había armado porque yo llamaba a los niños según el color de su piel: «Blanquita, préstame tu muñeca», «Negrito, ven a jugar». «Marroncita, tírame la pelota»…

Mi madre me preguntó: «¿De qué color soy yo, a ver?» y yo dije, segurísima, «Carmelita, como el café con leche». Mi madre prosiguió. «¿Y de qué color eres tú?» «Pues, blanca», respondí. Entonces mi madre agarró una hoja de papel y la puso junto a mi brazo. «¿De qué color es este papel?», preguntó inquisitiva. «Blanco», contesté. «¿Y tú eres del mismo color que el papel?». «Pues no», dije, dándome cuenta de que algo grave estaba ocurriendo.

Mi madre dio por terminada su gran lección de vida, pero yo, alarmada, le pregunté: «¿Entonces, de qué color soy yo?» Mi madre trató de inventarse uno con tal de que yo no me sintiera descolorida. «Pues… déjame ver… tú eres beige«. No sabía qué color era ése, primera vez en la vida que lo escuchaba, pero sonaba bien y me sentí feliz de tener un color, me daba igual cuál fuera.

Así que al día siguiente la maestra se volvió loca cuando me escuchó decir: «Blanquita, préstame tu muñeca», «Negrito, ven a jugar», «Marroncita, tírame la pelota», «Beigecito, hazme un cuento».