¡Odio los libros!

Cuando cumplí 4 años, a mi madre se le ocurrió la estupenda idea de dejarme en una biblioteca mientras ella terminaba sus estudios universitarios por la noche, después de su jornada laboral.

¡Una biblioteca! Nada menos que la biblioteca más grande de la isla.  A mi madre le quedaba muy cerca, a pasos de la Facultad de Química donde ella estudiaba.

Al principio me sentí como si me hubieran abandonado en un orfanato medieval. Aquel lugar era inmenso, no se podía ni hablar bajito porque enseguida alguien soltaba un shhh amenazador. Y los interminables anaqueles de libros olían a sudor de momia.

Yo me sentaba bien tranquila en una mesa, sin hacer ruido, y sin llorar.  Observaba los libros de reojo. Un viernes me levanté y saqué un libro grueso de un estante. Estaba lleno de códigos secretos, letras pegadas unas con otras, luego separadas, separadas por puntos y por comas y por puntos y comas y por puntos suspensivos. ¡Eran palabras! ¡Oraciones! ¡Párrafos enteros! Cerré el libro de un tirón, asustada por todo lo no podía entender.

“¿Cuándo vendrá mi mamá buscarme?”, pensaba. “¿Se habrá olvidado de mí? ¿Me dejará para siempre en esta endemoniada biblioteca?”

A falta de juguetes, de hermanos y de una mamá que viniera a recogerme temprano, no me quedó más remedio que aliarme a aquella tropa aterradora de libros. Los miraba, los hojeaba, los volteaba al derecho y al revés, los abría y los cerraba, los olía, los tocaba por todas partes. Los dejaba otra vez en su lugar, frustrada, impotente, ¡harta de todos ellos!

Por aburrimiento, por no tener otra cosa más útil que hacer comencé a asociar las ilustraciones de los libros con las palabras que estaban cerca, y a asociar las palabras que veía en un libro con las de otros libros. Las dibujaba en papeles en blanco que me regalaba la bibliotecaria de turno. Las combinaba con otras palabras, intercambiaba unas letras por otras, las recordaba y jugaba a descubrirlas en los letreros de las calles y a verificar su significado.

Y fue así, y así, y así, que empecé a imaginar, a suponer, a comparar, a verificar, a entender y finalmente… ¡a leer! Y una vez que me di cuenta que podía leer, ya nunca más me sentí sola. Y tampoco, desde entonces, he sentido odio por ninguna cosa, al menos nunca más profundo que aquél que sentí una vez por los libros. Una vez conocido el amor, ¿a quién le apetece sentir otra cosa?

Viajé por lugares que jamás había conocido. Hice un Viaje al centro de la tierra, hice Veinte mil leguas de viaje submarino, y fui también a La isla del tesoro, y viajé alrededor del mundo en 80 días, y a Liliput, y al País de las Maravillas y a Siempre Jamás…

La Biblioteca Nacional José Martí tiene en mi memoria un lugar especialísimo. Además de permitirme probar del fruto prohibido sin castigarme nunca por ello, me hizo borrar de mi breve diccionario de entonces, la palabra imposible.

Me sentí pintora famosa durante los años en que formé parte de los selectivos talleres de artes plásticas, y dejé trazos en acuarelas, óleos, crayolas, cerámica, murales… premiados y publicados muchos de ellos.

Me sentí primerísima actriz durante los años en que actué por toda Cuba en diversas obras de teatro y participé en cortometrajes, todo bajo el ala benefactora de la biblioteca y su grupo Platero y yo.

Me sentí escritora durante los años en que escribía poemas ridículos, cuentos aleccionadores y “novelas” cursilonas (ya puedo admitirlo) en el taller literario de la blblioteca El cochero azul.

Hoy no soy ni pintora, ni actriz; ¿tal vez escritora?. ¡Pero el recuerdo de haberme atrevido a tantas y tantas cosas, me ha hecho creer que podría ser esto y lo otro si me lo creo y lo deseo! Y si eso no bastara, cierro los ojos, me remonto a los años felices en una biblioteca y vuelvo a tejer mi vida con los colores y en los escenarios que me gustan.

No es cuento, todo es posible.