Malas palabras

En mi casa no se decían malas palabras. Si a mi padre se le escapaba alguna, mi madre se apresuraba a transformarla en otra. Por eso nunca había «culos», sino «cubos». Y si el guaguero no paraba en la parada, no era «hijo de puta» ni «maricón», sino «higo de fruta» o «malecón». Claro que yo sospechaba algo raro en todo aquello. El afán de mi madre por disfrazar el argot iracundo cubano era exagerado.

Cuando llegué a primer grado, se me ocurrió ponerle punto final a todo aquello. Apenas supe escribir y supe que los demás ya sabían escribir, convoqué a una reunión secreta de niños de primer grado. Les pasé un papelito en blanco y les dije: «Cada uno debe escribir la mala palabra más mala que se sepa».

El papelito pasó de lápiz en lápiz. Y cuando ya casi iba a llegar a mis manos y por fin iba a enterarme de cuanta mala palabra había en este mundo malo… la buena de la maestra agarró el papelito y nos llevó a todos a la dirección. Mi madre tuvo que volver a inventarse otra lección de vida: «Si quieres saber algo, pregúntame a mí, que soy tu madre, no tienes que estar haciendo estas cosas», me dijo con las palabras más buenas que pudo imaginar.