Ay, Freud

La cosa se remonta a mi infancia. Mi abuela me dijo que eso que tenían los hombres colgando entre las piernas se llamaba «colilla».

Así que yo siempre creí que los hombres hacían pipí con una colilla y jamás imaginé que aquella palabra tuviera un sinónimo, mucho menos otro uso.

Un día mi madre me llevó al oculista y en un pasillo había un gran cartel: «No arrojar colillas al piso».

Mi madre asegura que yo me quedé horrorizada. Pero realmente yo sólo intentaba imaginar cómo los hombres podían ser capaces de tirar algo así al piso.

Y entonces, lo que les iba a contar. Cuando a su padre y a mí nos tocó ponerle nombre a la «colilla» de mi hijo, se nos ocurrió «pirinola» porque sonaba simpático.

Un día mi hijo Ares descubrió que su padre también tenía pirinola y se alegró. También descubrió que su hermanito Eros tenía pirinola y le pareció de lo más natural. Pero poco después, qué decepción, descubrió que su mamá no tenía.

Entonces dijo: «A mami se le perdió su pirinola». Yo me apresuré a corregirlo: «No, mi niño, mami nunca ha tenido pirinola», y él me miró con su habitual ternura, me abrazó y dijo: «¡Pobrecita, Mami!»